Relatos

CAPITULO 4: ALIANZAS EN LAS SOMBRAS

El primer sentido en despertar fue el olfato, el único que nunca engaña. Humedad, piedras viejas y cera quemada.

Estaba tumbada y en su espalda pudo sentir la fría losa que le servía de lecho. Con los dedos de su mano derecha pudo acariciar la rugosa caliza, sin pulir. No estaba tirada en el suelo, ¿tal vez sobre un féretro?

Agudizó el oído, reprimiendo cualquier movimiento. Sin duda estaba en un lugar cerrado, no muy amplio y bajo tierra. No era la primera vez que estaba allí, aquella cripta le resultaba familiar…

Abrió levemente los ojos, enfocando poco a poco la cruceta de la bóveda que no debía de estar a más de tres metros de altura. Aquellas piedras habían sido talladas por maestros canteros muchos siglos atrás, cuando solo era una niña. La cripta estaba envuelta en la penumbra salvo por un par de cirios que proyectaban su leve resplandor. Era reconfortante estar rodeada de sombras.

El último sentido en despertar y el que lo hizo de forma más repentina fue el gusto. Un sabor que detestaba: el plasma helado que inundaba su boca y llegaba hasta su garganta. Aun así, recorrió sus dientes con la lengua y tragó.

– Buenas noches, sobrina, es hora de levantarse – La voz provenía del umbral de la cripta -.

Lucita reconoció la voz de inmediato, la tensión que había provocado la ruptura del silencio duró apenas unas décimas de segundo.

Echó sus hombros hacía atrás y presionó sus antebrazos contra la fría losa para intentar incorporarse. Todos sus músculos estaban entumecidos y un intenso dolor recorría su columna vertebral, sus costillas y su brazo izquierdo. Rodó lentamente sobre su costado y con gran esfuerzo y dolor consiguió quedar sentada sobre la losa de piedra con las piernas colgadas, ladeada respecto a la figura que la observaba a unos pasos de distancia. Tras un leve carraspeo, Lucita esbozó una leve sonrisa y respondió:

– Buenas noches, tío. Creo que me he quedado dormida.
– Todavía no es tarde, pero no podemos perder ni una noche más. 

Lucita intentó recuperar la movilidad de sus maltrechas articulaciones. No sin esfuerzo, consiguió alcanzar el suelo con los pies. Una vez incorporada, fue consciente de su deplorable estado. Cubierta con un camisón de lino, focalizó toda su energía y la escasa vitae que recorría sus venas en sus rodillas y caderas para no tambalearse. Alonso de Aragón volvió a romper el silencio de la galería donde se encontraban:

– Tienes que arreglarte, sobrina, hay un invitado que ha venido a verte.
– ¿Un invitado? – Lucita dio un respingo ante lo que en un principio parecía una frivolidad. Pero Alonso de Aragón carecía completamente de ese defecto – ¿De quién se trata?
– El sr. Evans aguarda en una de las capillas de La Seo. Ha venido a echarnos una mano – Alonso esbozó una sonrisa, satisfecho -.
– ¡Owain! Que grata sorpresa – Lucita también sonrió -. En vez de una mano, será preciso que me eche las dos…

Lucita lamentó de inmediato aquella licencia verbal. El gesto de Alonso de Aragón tornaba a la habitual faz de autoridad pétrea. Esa de quien se sabe haber nacido para gobernar.

– Ya nos hemos caído y levantado demasiadas veces, mozeta. Ya conoces la divisa de nuestra casa. Morte Ascendo. En la muerte, nos alzamos.
– Sea, tío. En la muerte, nos alzamos.

Con un gesto marcial, Alonso de Aragón dio media vuelta y se desvaneció entre las sombras del corredor. Lucita, sonrió de nuevo dejando desnudos sus colmillos. Cerró sus puños y a su mente vino el grito de guerra de su linaje, su familia mortal: Desperta ferro!

Scroll al inicio